En la cabecera de los ríos Curaray,
Arabela, Nashiño, Pucacuro, Tigre y afluentes en la frontera con el
Ecuador y en la cabecera de los ríos Yavarí, Mirin, Tapiche, Blanco,
Chobayacu y afluentes
en la frontera con Brasil viven, desde tiempos remotos, pueblos
indígenas que han decidido aislarse del mundo conocido para evitar los
impactos inherentes a las acciones dañinas del hombre que en su
relacionamiento con el comercio global atravesaron la frontera
y hollaron, muchas veces con inconcebible crueldad y desprecio los
derechos colectivos y fundamentales de la persona humana. La elección de
aislamiento oportuno ha sido la más acertada decisión que estos pueblos
pudieron tomar y que se habrían basado en la
idea de proteger y reproducir sus valores culturales eximios de
deterioro y con profusa cualidad durante mucho tiempo.
Toda decisión contraria al aislamiento
hubiera conllevado a estos pueblos a vivir en el polígono de la
manipulación y suplantación de saberes originarios por otro que sirva de
forma gregaria y
subyugada a los intereses de un régimen global que se planteó el dominio
del mundo a través de la vigencia de la pobreza que constituye la
piedra de toque del capitalismo. Hubieran estado caracterizado como
pueblos de extrema pobreza, infestado por enfermedades
incurables, sin agua limpia ni alimentos asegurados; cuyas manos se
hubieran estirado hasta desmembrarse en el intento de ayuda y hubieron
recibido migajas de las pródigas ganancias que las transnacionales
extraen de las benditas tierras primigenias. Y las
luchas reivindicativas habrían sido mecidas en nombre de la academia
ambientalista y ortodoxa de un Estado que se ufana ser inclusivo y
transparente, el sudor de la esperanza envejecida de tanto esperar
hubiera empequeñecido la memoria victoriosa de sus antepasados.
En el reverso de esta prospección posible y
realista transcribo las notas de mi percepción respecto a la frágil
tranquilidad que gozan los pueblos en aislamiento desde tiempos
inmemorables y que
para sí mismo constituye su principal patrimonio y fuente de vida.
Ellos, con profundo aprecio y amical homenaje recrean hermosas
onomatopeyas de pájaros cantores y se mimetizan en los bellos plumajes.
Ellos armonizan con los enjambres de rabiosas abejas y
hacen llover o desatar relámpagos cuando ven conveniente. Ellos duermen
bajo la hospitalidad de una comunidad de doseles y se alimentan de la
fecunda ubre del bosque. Ellos son libres y su libertad es proporcional
al esplendor e integridad de su territorio.
Nuestros congéneres de AIDESEP y ORPIO han
logrado insertar las cuestiones de los pueblos aislados de la cuenca
amazónica en el fuero de las políticas públicas –en este gobierno se ha
creado la
Dirección de Pueblos Indígenas en Aislamiento y Contacto Inicial del
Vice Ministerio de interculturalidad– que involucra funciones orientados
a definir una hoja de ruta sobre los derechos de estos pueblos.
Mientras tanto continúa la gestión destinado a concretar
la propuesta de creación de cinco reservas territoriales, largamente
postergado por el Estado. Pues, el Estado no va más allá de su
estructura funcional y su aplicación práctica en el campo de los
derechos humanos y de bienestar de los pueblos aislados es anodina.
Los pueblos aislados necesitan hoy del
apoyo de la sociedad y del Estado peruano para garantizar la seguridad
de su territorio que es equivalente a garantizar la vida misma de los
pueblos indígenas,
ante la nociva tendencia extractivista y la escasa capacidad creativa
del Estado respecto a la generación de propuestas alternativas de
desarrollo. Pues, los pueblos aislados, en algún momento, volverán a
decidir sobre su inserción a esta sociedad y habrán
de transferir sus saberes incólumes a una generación que evitó, en su
momento, tener como fuente de investigación la frialdad de los museos y
hubiesen de encontrar soluciones a los problemas amazónicos en un
proceso de coexistencia con las culturas vivas que
tuvieron la fortaleza para sobrevivir.