Hace más de tres décadas un hábil
pescador, llamado Virgilio, ha sido el bocado amargo y quizá mortal de una “boa
negra” y, cuando la horrible oscuridad de la muerte vencía, el pescador volvió
a ver la luz amiga e inseparable de la vida. El esperado invierno del río Putumayo
es tan cruel para algunas especies que habitan tierras inundables y dadivosas
para otros géneros como los peces que desovan nuevas vidas. En el invierno de
entonces, los peces se desplazaban alegres y ávidos de alimentos que los
bosques hacían caer en la avenida que desborda la ribera asediada de
predadores. Una mañana de junio que tenía el sello del ocaso se esforzada por
abrirse al sol por la espalda del pescador que, sentado en una versátil canoa
de cedro, con escopeta cargada sobre el muslo y con flecha en la diestra, oteaba
la entraña límpida de un milenario lecho recorrido por cuantiosas gamitanas, pacos
y zungaros de gran tamaño. Virgilio, mientras elegía el pez mejor proporcionado
de carne, controlaba estrictamente su entorno de los peligros de la selva mediante
la interpretación de sonidos extraños, movimientos inusuales y de adversas percepciones
extrasensorias, cuya aptitud había legado de su padre y nutrido por su
experiencia. El otro mundo de la “boa negra,” habitualmente oculta, vivía
sumergido bajo las raíces y sombras de infelices hojas de un árbol de aguaje y
de la floresta colindante, que habiéndose despertado por los coletazos de los peces
capturados emergió la sierpe por detrás del pescador a escasos diez metros. Con
el infalible instinto devorador ubicó al pescador en el centro de su objetivo
sin haber sido descubierto por las virtudes tutelares que ya se habían inhibido
por el paroxismo de una pesca profusa. Ninguna fuerza natural de origen mágico
escudaba al pescador del juego de la muerte, ni los pájaros agoreros siquiera
cantaban. La tahuampa de extensión incalculable iba rebasando restingas de la lejana
cocha conocido con el nombre de “bobona”, junto con la consonancia de los gritos
de adiós de monos y roedores devorados. Entonces, el agua se movió con alevosía
y sin motivo conocido, es cuando una mínima sensación de alerta trastocó la
razón del solitario hombre que, ante la incapacidad de auxilio de los árboles y
pájaros amigos, se había convertido en una víctima insalvable.
La inquietud del agua reflejaba
sutilmente la mirada estoica de Virgilio que registraba con atisbo el fruto de
la generosa pesca, arrancó con la potencia de sus manos varias ramas de la
fronda para proteger a los pescados del riguroso clima superficial. Cuando movió
el remo para definir su equilibrio escuchó el estampido de un arma de fuego y
recibió un fuerte golpe de agua en la espalda, todo en un solo instante, arrojándole
consciente en las frías aguas del “bobona” y con la rapidez de un rayo, una boa
de color negro brillante de ocho pulgadas de diámetro, hincó sus colmillos con
ferocidad abominable en la cintura posterior del pescador, previo a la
constricción letal, intentó una desgarradora rastra. El frémito taladrante del
pescador se hizo oír hasta el aposento de la divina misericordia mientras
abrazó con firmeza un árbol para no dejarse constreñir y asió con la zurda su
antigua escopeta caído en la proa y con el arte de la eficacia disparó a
quemarropa. El monstruo herido hasta los huesos desapareció como la soltura de
un elástico forzado, bajo un remolino turbio y asesino. Virgilio se vio parado,
inmóvil como una estatua, sin capacidad de percepción ni razón para describir y
recordar, con el agua hasta las rodillas y con el cañón todavía humeante del
arma triunfal. Durante tres minutos era habitante de una tierra que no era
suyo. Veía pescados muertos dentro de una canoa, no podía oír ningún sonido del
mundo y los aspectos naturales de su alrededor eran desconocidos, y cuando sus
ojos querían ofuscarse ante la monotonía de la luz percibió el ascenso desde
los pies de una energía conmovedora, como un extraordinario elixir iba
destronando el hechizo fatal que la herida boa perpetró para anular cualquier
obstáculo durante la fase anterior del engullimiento. La extraña sensación interior
cubrió la totalidad de su cuerpo, fue en el mismo momento cuando recobró las
facultades que hacen posible la vida humana, entonces ocurrió lo que ocurre
cuando alguien es abandonado por un monstruo hambriento: Virgilio huyó asustado
y con una prisa superior a todas las experiencias trepó un árbol para ponerse a
salvo. Desde allí recordó todo lo que había acontecido y que su reacción ha
sido extemporánea, sudó de tanto tiritar y el terror le hizo pensar que la “boa
negra” lastimada con un disparo no había huido sino que se movía al acecho. Un
cuarto de hora después el tormento del pescador estaba controlado por la
influencia de la razón, pues estimó que la boa podría estar gravemente golpeada por el poder de la bala,
con el espinazo roto, debelado, asustado ante la respuesta valiente de una
especie que eligió para alimentarse.
Virgilio bajó del árbol con mayor
seguridad y control de sus decisiones, aún con la firmeza del temperamento su
corazón latía abruptamente. Recibía sin voluntad ideas fatalistas cargado de
imágenes donde él perecía triturado, ensangrentado bajo la mirada de una espeluznante
fiera. Deshacía los imaginarios lúgubres sacudiendo la cabeza, friccionando sus
helados párpados y construyendo razones imperativas que pusiera su dignidad por
encima de la miseria y que su salvación provenía de la obra del “padre creador”.
Siendo la “boa negra” infalible en el arte de cazar no hubiera fallado en el disparo
de agua con elevada presión. El agua conjurado que la boa expulsó desde su
vientre, precisamente dirigido al centro de la espalda del pescador, impactó
mayormente sobre el tronco de un árbol inclinado y una pequeña cantidad
esparcida que cayó sobre él ha sido casi mortal. Estas asociaciones amigas del
pescador han sido profundamente alentadoras, con el clima en su contra, con una
herida abierta y con una fiebre incipiente decidió retornar a casa.
Miró el sol para saber la hora.
Eran las diez. Dos horas más tarde debería estar junto con su familia. Echó
varios pescados de la canoa para mejorar la locomoción y dejó dos gamitanas para
el pan del día, tomó su remo y emprendió una verdadera huida. Para acortar
distancia y alejarse del agua implicada con la tragedia arrastró su pequeña
canoa por un camino que conducía a otro tramo más lejano de la quebrada del
mismo “bobona”. Después de una hora de navegación la fiebre aumentó severamente
y el terror había reiniciado su dominio, una estela fantasmal se apoderó de su
conciencia y sus ojos podían ver entes inmateriales. Presentía que la “boa
negra” estaba bajo su canoa y que su remo chocaría con la fiera en el memento
que nuevamente sea atacado.
– ¡Rema que te agarran! – . Susurró al oído una
escatológica voz protectoria. Al tiempo que miró hacia atrás y vio un
perseguidor barco blanco de dos pisos que disponía de personas llamándole en
tropel con los brazos al aire, a unos 100 metros. Virgilio, con la última
fuerza que se desgastaba como un globo pinchado remaba desesperadamente en un
elevado estado de delirio y consideraba que una conspiración de la naturaleza menos
humana había sido encargada por la “boa negra” para matarlo, y que el barco
blanco fungía aquella función. El lánguido pescador miraba hacia atrás cada vez
que podía para ver cuanto había avanzado la nave y respiraba fría esperanza cuando
iba descubriendo su lentitud, parecía muy cargado y el agua saltaba reacio en
la proa.
– ¡Espera, espera! –.
Gritaban los marineros desde el primer y segundo piso, los gritos eran cada vez
más fuerte y constante que aturdía tenazmente al pescador hasta que lograron
doblegarlo, el remo dejó de moverse juntamente con sus brazos debilitados a
escasos 50 metros del puerto familiar. El barco se acercaba como una máquina
del infierno, destrozando la última muralla fluvial fiel al pescador.
– ¡Rema que te agarran! –. Reiteró intensamente aquella esencia
de perseverante tuición. Al mismo tiempo recibió el pescador abatido el impulso
vital que necesitaba para llegar a su destino y cuando el barco disponía rematar
con su horda misteriosa, rebatió su remo como hiciera las aletas de un
moribundo pez y escapó hasta colisionar con la orilla de donde partió. Virgilio
cayó en tierra impulsado por el atraco
violento de su heroica embarcación, gritó agónicamente tres veces mientras
yacía. Mientras su esposa e hijos venían a su encuentro pedía, insistentemente,
que vieran el barco y los hombres que tratan de matarlo. “No hay nada Virgilio,
todo está tranquilo, te llevaremos a casa” – dijo su esposa –. Estaba con una
fiebre muy alta y percataron que su herida abierta era una mordedura aún de
origen ignorado. Daniel, su anciano padre, sabedor y curandero ancestral de la
etnia murui se encargó de salvarle la vida.
Hoy, 19 de enero de 2013, me dijo: “Ha sido una trágica
experiencia de origen natural, no intervino ninguna brujería. Vi el cuerpo
negro de una boa que hasta entonces era un mito relacionado con poderes
sobrenaturales, me ha demostrado que si: me disparó con agua mezclado con el
aliento de la muerte, me buscó, encontró y persiguió con el “llamado barco
fantasma". Pero, tuvo un gran error de observación: eligió el blanco pero no
miró el árbol cruzado que me antecedía”.
– ¿Tuviste algún sueño o premonición que hubieras tomado en
cuenta?
– Sí – me dijo sonriente –, pero te contaré otro día.
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