No se ha privilegiado a la
persona humana en la época colonial, tampoco en la vida republicana del país. En
la colonia gobernó el régimen de la esclavitud y de la muerte, condiciones
infrahumanas de trabajo y la negación de las libertades han sellado el
perdurable e ignominioso atavismo, que se ubica en el corazón de la sociedad
actual que, junto al río y los bosques, vislumbra su lenta decadencia y
declinación de ineludibles valores que hubiesen de reproducir culturas que
procuran la felicidad como base del progreso. La república, hundido en el seno
del inevitable sistema extractivista y sus efectos laterales, aumentó la hendidura
de la desigualdad y del individualismo suntuario; por ejemplo, el actual
crecimiento “sostenido” de la economía viene engrosando las cuentas del
poderoso y codicioso empresariado nacional y supranacional, en desmedro de los
derechos de bienestar de los connacionales empobrecidos, cuyas tierras pródigas
se han convertido en furtivos arrendamientos, elitista rebatiña y desprovista
floresta. En consecuencia, los pueblos y comunidades aislados del foco de
oportunidades –Lima, “la ciudad de los reyes”, es un símbolo del anacrónico
centralismo vigente y copiosa prosopopeya de leyendas virreinales, un monstruo
de diez millones de cabezas que reverbera con el esplendor emergente de la
metrópoli, en comparsa con el fervor consumista– han repensado ir por dos
caminos: uno, gestar una autonomía socio-cultural sobre la herencia primigenia
que fortalezca la vital dualidad hombre – naturaleza, levantar una muralla que aísle
las variables contaminantes y ayude el aprendizaje selectivo de la ciencia y
tecnología; dos, dejar que la diáspora “bosquesina” se introduzca en el alma de
la sociedad urbana y desde adentro, en reductos organizados y colectivos
dinámicos, habían de exigir y cumplir derechos y deberes. Ambos senderos
plantean no prescindir sino elevar el rol de la persona humana en reciprocidad,
libertad y saludable espiritualidad.
No estoy enterado de alguna
experiencia peruana que tenga relación con la búsqueda decisiva y concreta de
la autonomía para una vida mejor de los pueblos originarios que han proclamado derechos
territoriales adquiridos con anterioridad a la fundación del Estado, y que la
felicidad de la persona humana constituya el fin supremo; aunque tenga la
connotación de una atractiva y obligatoria utopía social, sí he conocido
importantes experiencias dignas de ilustrar los resultados alcanzados, por
ejemplo, el Programa de Formación de Maestros Bilingües de la Amazonia Peruana
(FORMABIAP) logró importantes metas y objetivos sin haber creado o previsto –el
diseño de un proyecto de desarrollo propio de los pueblos indígenas no ha sido
el objetivo principal de FORMABIAP– un sistema educativo autónomo y propio, en
consecuencia, los maestros indígenas de varios pueblos también han educado personas
que han de servir al sistema de economía de mercado –los pocos profesionales
indígenas (sociólogos, abogados, administradores, ingenieros, contadores,
enfermeros), en la actualidad, trabajan para el Estado y empresas privadas–.
Pues, la abstracción de capacidades idóneas para un sistema idóneo de bienestar
repercute en contra de toda iniciativa que tenga como objetivo crear una vida
comunitaria auto-sostenible y responsable de su propia forma de confrontar la
pobreza, adquirida.
La inversión púbica pregona la
construcción de infraestructuras de gran envergadura (colegios emblemáticos,
carreteras, hospitales, museos, embarcaderos, estadios deportivos,
alcantarillados…) que, obviamente, ayudará a mejorar la prestación de los
servicios básicos y a la vez beneficiará a los agentes del gobierno a través de
un régimen de millonarias prebendas. En este infame contexto, la gobernabilidad
y los derechos fundamentales, la promoción del arte y la práctica de valores
(no robar, no mentir, actuar con justicia, comunicarse con transparencia,
ayudar al prójimo…), la cultura y la educación integral, la etnicidad y el
medio ambiente no son prioritarios; es decir, la persona humana no es el fin
supremo de la sociedad peruana.
El Reino de Bután, monarquía situada en el sur de Asia central, al este
del Himalaya, en el año 1972 decretó que la Felicidad Nacional Bruta (FNB) es
más importante que el Producto Nacional Bruto (PNB). La Constitución de Bután,
Art. 9, dice “El Estado promueve aquellas
condiciones que permitirán la búsqueda de la Felicidad Nacional Bruta”, “Felicidad
Nacional Bruta (FNB) mide la calidad de un país en una manera más holística que
el PNB y considera que el desarrollo beneficioso de la sociedad humana tiene
lugar cuando el desarrollo material y espiritual se produce lado a lado para complementar
y reforzarse mutuamente”. (Karma Ura, Sabina Alkire and TshokiZangmo
– Felicidad Nacional Bruta e Índice de FNB).
Muchas familias de la selva peruana,
en virtud de su riquísima herencia tradicional, realizan actividades propias
(elaboración de artesanía, construcción de pequeñas embarcaciones, actividades
agrícolas, recolección de frutas, preparación de medicina); millones de personas
sobreviven al margen de la asistencia del Estado, con las bondades de un
sistema de ocupación informal articulado a la economía de mercado satisfacen
medianamente sus necesidades básicas, ¿Qué nivel de vida tuvieran aquellas
personas que no han tenido oportunidades
provenientes del Estado u otro tipo de apoyo y se han dedicado incansablemente
a la pequeña actividad comercial (comida, costura, zapatería, venta de
productos fabricados, servicios de transporte, relojería, etc.). Pues, el
crecimiento económico del país se sustenta en el esfuerzo individual de
aquellas personas que necesitan mejorar su oficio (capacitación y
financiamiento) y puedan darle tiempo a los asuntos de interés público
(fortalecer la gobernanza).
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