Por: Jorge Pérez Rubio
Antes de que el petróleo empiece
a fluir de la entraña de la tierra –ocupado y manejado adecuadamente por los
pueblos indígenas amazónicos desde tiempos remotos– el hambre jamás pudo socavar
la práctica de los valores ancestrales, nunca pudo tapar la mirada colectiva
hacia un futuro promisorio y no pudo alimentar la diáspora hacia una sociedad del
castigo y la discriminación. Pero, los pueblos indígenas ya habían padecido
bajo el poder del capitalismo inhumano que llevó a cuestas la infamia y
distintas formas de torturas que la historia, de la quina y del caucho en la
selva peruana, lo describe como el pico más alto de la barbarie humana. Desde
entonces, la semilla de la crueldad quedó sembrada en la selva del Perú para
multiplicar su linaje sobreponiéndose a las capacidades y derechos de los
primeros habitantes.
Durante la época del petróleo
–aún vigente en la selva de Loreto– los pueblos indígenas han visto pasar
garboso el barco de la riqueza. Mientras aquel barco pasaba iba envenenando la
matriz de la subsistencia de los pueblos indígenas: el bosque y sus recursos
vitales. Mientras el barco de la riqueza pasaba arrogante el hambre aumentaba y
todos los males llagaban y la funesta experiencia puso en irreversible zozobra
a la población involucrada –principalmente los indígenas de los ríos Tigre,
Corrientes, Pastaza, Marañón y Chambira–. El hambre se había mezclado con las
enfermedades no endémicas creando un claustro de emergencia social y ambiental.
Entonces, una vez que salió a la luz los graves problemas despegaron del barco
principal pequeñas embarcaciones de socorro –con bandera de peruana, extranjera
y de ONG´s– trayendo consigo medicinas, comida, agua, abrigo y dinero en
efectivo. El objetivo de la misión no
era acabar con el padecimiento de la gente sino mantener la situación en un
nivel soportable a fin de controlar la
pobreza y el sufrimiento de la población a través del chantaje y de un efímero
e insustancial asistencialismo.
Tan grande es el barco de la
riqueza que todavía está en tránsito y no abandona el puerto después de 40 años
de navegación con destino al Centro Mundial de Comercio –llevando en la bodega
para Loreto solamente entre el año 2009 y 2014 S/. 1,180.65 millones por
concepto de canon y sobrecanon petrolero, dinero malgastado por las autoridades
de Loreto en complicidad con la empresa petrolera y el gobierno central – y
para los pueblos indígenas se ha destinado también importantes montos que
también fue dilapidado por la viveza criolla y la corrupción imperante en el
Estado. Prueba de ello es el infructuoso proyecto PEPISCO de S/. 40 millones, cuyas
metas fundacionales no han sido alcanzadas –el escrutinio social así lo ha
comprobado– en desmedro de la urgencia de atender con los servicios básicos.
La población afectada ha
desarrollado alrededor del emporio itinerante (barco de la riqueza) dos
importantes posturas que han ido cuajándose en el tiempo: uno, lograr la
participación justa de la riqueza o beneficios obtenidos de las tierras
ancestrales y dos, evitar la actividad petrolera y así evitar también la
barbarie social y ambiental perpetrada por este rubro en zonas de impacto que el
Perú y el mundo conoce. La primera postura está fundamentado en el Convenio 169
de la OIT: “En caso de que pertenezca al Estado la propiedad de los minerales o
de los recursos de subsuelo, los gobiernos deberán consultar a los pueblos
interesados y deberán participar siempre que sea posible en los beneficios que
reportan tales actividades y percibir de una indemnización equitativa por
cualquier daño que pueden sufrir como resultado de estas actividades”, la cita
literal de Artículo 15 del Convenio responde a la necesidad de decirle al gobierno
peruano que no puede menoscabar, con severa obstinación, los derechos de una
nación multicultural y plurilingüe en virtud de los tratados o convenios
internacionales ratificados en el fuero constitucional, tal como lo viene
haciendo a través de la creación de leyes (Ley 30230 y PL 3941) que podrían acabar
deprisa con el deteriorado cimiento de bienestar que abriga actualmente a los
pueblos indígenas.
La segunda postura constituye una
decisión casi estentórea pero firme que busca salvaguardar el ejercicio
permanente de los derechos colectivos y fundamentales ante el advenimiento de
una pandemia legal, ambiental y social. Esta posición de los pueblos indígenas
solo podrá tener éxito a partir del reconocimiento y titulación de las tierras
ancestrales –aquellas tierras comprendidas como propiedad tradicional y de uso
que traspasa la línea de los insuficientes espacios titulados– que alcanza más
de 20 millones hectáreas.
Paradójicamente, la riqueza extraída
del subsuelo de las tierras ancestrales de los pueblos indígenas amazónicos no
ayudó sino carcomió la milenaria base de subsistencia y que habiéndose
articulado con el compromiso del gobierno actual a través de acuerdos suscritos
en actas no garantiza el destierro de la pobreza ni avizora alguna acera de paz
en mediano plazo. Quizá la ausencia de petróleo de las tierras ancestrales hubiera
hecho posible la construcción de una sociedad con mejores oportunidades y
frondosas esperanzas.