Por: Jorge Pérez Rubio
Los acontecimientos históricos,
muchas veces heroicos, que dieron origen a la definición y redefinición de las
fronteras convencionales del Perú con los países de la amazonía Norte y Este, han
dividido el territorio ancestral de los pueblos indígenas. Cada nación soberana
acogió lo suyo. Han pasado muchos años
desde que los límites del Perú con Ecuador, Colombia y Brasil se habían fundido
en un riquísimo y frondoso proceso de intercambios de saberes ancestrales, sueños,
experiencias alegres y varias veces muy amargas e insostenibles, perpetrados
por las actividades económicas basado en la extracción de los recursos
naturales –en los últimos 100 años– mediante prácticas deshonestas respecto de
los derechos humanos y la anodina aplicación de los estándares sociales y
ambientales.
La creciente y multitudinaria exigencia
de remediación de daños ocasionados a la vida de miles de indígenas en la
amazonia, los interminables conflictos sociales y la vigorosa defensa
organizada de los derechos colectivos –en medio de incontables sustancias,
métodos y herramientas tóxicas– es consecuencia de la injusticia, el engaño y
el improperio del rostro más negro de la sociedad económica.
Las fronteras físicas de los
países de la amazonía se convirtieron en hogares itinerantes y dinámicas de
varios pueblos indígenas hermanados que hicieron imperecedero –en aquellas
tierras fértiles y sagradas– la predilección por la reciprocidad y la unidad
para hacer frente a los peligros transfronterizos que apuntan directamente a
los recursos del bosque con valor económico y al menoscabo de la vida y la
cultura propia. Por ejemplo, el pueblo indígena Matsés del Perú con sus
congéneres del Brasil, en la cuenca del Yavarí y Tapiche, construyeron un lazo
fuerte de entendimiento mutuo y desarrollo de compromisos orientados a respetar
la historia común, proteger la vida de sus semejantes que aún se encuentran
abrigados por el bosque prístino sin contacto alguno, practicar los
conocimientos heredados, defender el territorio y articular el mundo primigenio
con las bondades del mundo global. En la cabecera del río Gálvez, tributario
del Yaquerana, existen sitios –donde se manifiestan a la luz del día– los espíritus de los guerreros, sabios y
curanderos subyacentes. Constituye una fuente inagotable de catarsis y memoria
viva que convoca a la niñez y juventud a preservar y hacer florecer la cultura
Matsés en la vida cotidiana y organizativa.
En la cuenca alta del río Napo y
Putumayo el pueblo Secoya coexiste con sus familiares y parientes del Ecuador
en un vasto y profuso territorio, habitan una sola casa madre cuyos pilares se
encuentran hundidos en cada lado de la frontera. Desde allí dibujan y tejen con
diligencia, elegancia y estoicismo su presente y futuro. Los pueblos indígenas
del trapecio amazónico están hilando el porvenir aún desde su propia frontera.
Cada vez será imposible caminar como un ermitaño sino como una estructura
hoplítica de la antigua Grecia.
Los esfuerzos y las iniciativas
binacionales de los países fronterizos no incluyen la posibilidad, por ejemplo,
de implementar el plan de vida de los pueblos indígenas. Por ejemplo, el Plan
Binacional de Desarrollo de la Región Fronteriza Perú-Ecuador (Brasilia el 26
octubre de 1998) prevé estrictamente la ejecución de proyectos de infraestructura
productiva y social con enfoque tradicional de los gobiernos y el fortalecimiento,
innovación y mercados. La Organización del Tratado de Cooperación Amazónica
(OTCA) solamente se esfuerza para mejorar el comercio transfronterizo a través
de la investigación científica.
Estas entidades con enorme poder
político y económico pueden ayudar a los pueblos indígenas fronterizos a confrontar
la pobreza monetaria a través de actividades económicas sostenibles, garantizar
la pervivencia de las culturas milenarias y propiciar el respeto de los
derechos colectivos y fundamentales.
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