Por: Jorge Pérez Rubio
Íbamos un fin de semana a buscar alimento en los bosques del medio Putumayo.
Teníamos planeado atravesar el territorio que había sido habitado por nuestros congéneres
hace más de un siglo. Allí nacieron y desaparecieron por la estrangulación social
y la diáspora inducido por la barbarie de los patrones caucheros. Después de
caminar más de cinco horas bajo las tupidas frondas –de riquísima historia, olores,
colores y especies– caí en una trampa o tal vez pisé la línea inmaterial de un
anillo de seguridad –diseñado para proteger el canasto de la sabiduría que
pervive en su entraña, los vestigios aún de pie y la resonancia de las
canciones dedicadas a la naturaleza y al triunfo de la vida– que, en menos de un segundo, abrió sobre
nuestro alrededor una ráfaga de rayos incandescentes y aterradores. No cayó
sobre nosotros porque mi padre tenía el sello de la milenaria cofradía. No te
asustes hijo, el espíritu protector de nuestros antepasados no te ha reconocido.
Ven aquí para decirle que eres parte de la familia –dijo mi padre mientras
quemaba un poderoso cigarro de su hechura– de lo contrario la encendida
tormenta no cesará. El potente humo de tabaco envolvió mi cabeza por varios
minutos. Fumaba y alternaba con invocaciones de calma a nuestros antepasados
subyacentes en la sagrada montaña –con los ojos enfocados por debajo del dosel
humeante y azotado por la estrepitosa sucesión de descarga eléctrica– afirmaba
mi pertenencia al clan murui muinane y pidió perdón por no haber advertido mi
presencia. El cielo recobró el admirado azul en un cerrar y abrir de ojos, como
si una colosal mano retiró el manto oscuro de la tempestad.
Abrigado por el sosiego pregunté qué pasó. Cómo el mediodía radiante
desapareció repentinamente si no había señal alguna de inminente borrasca. Con
quién hablaste.
Este lugar –me dijo– es sagrado. El cacique ordenó, antes de huir con su
pueblo, el establecimiento de un mecanismo prodigioso de protección concéntrica
cuyo núcleo conformado por la maloca y las zonas circundantes deberán ser
impenetrable e inalcanzable por personas extrañas. La avidez de los cazadores y
buscadores de madera fina no pudieron remontar jamás el portentoso parapeto y
la vida que en ella existe eclosionaron felices por mucho tiempo. En adelante
podrás ingresar a esta tierra sin problemas, tienes el salvoconducto otorgado
por tus abuelos, de por vida.
Después de treinta años, en el río Tapiche, tuve el privilegio de escuchar
una excitante e inquietante historia que hizo renacer el recuerdo de aquel mediodía
de inclemencia y estupor, pero también de esperanza. Remanso se llama la valiente
comunidad que dibujaba en una asamblea el tamaño del territorio donde viven,
relieve, zonas de caza y de reserva, sitios históricos, lugares depredados y
extraordinarios. Aquí vive nuestra sachamama –dijo con natural soltura el apu–
y dibujó la figura del animal en el papel. Mi imaginación desprendida empezó a
dar forma a la bestia de acuerdo a los relatos populares.
Cómo sabes que es una
sachamama.
Hace mucho tiempo que
sabemos de él –el brillo de sus ojos expresaba honestidad y respeto por el
ofidio que, según los expertos ancestrales, posee el dominio del agua y de la
tierra– pero nunca pudimos acercarnos tanto. Intentamos varias veces, pero
fuimos repelidos por relámpagos de alto voltaje, lluvias intensas y nubes que cegaron
el sol. Nuestros chamanes tienen muy buena comunicación con el abuelo sachamama,
es nuestro amigo y protege este vasto territorio. El día que nos abandone esta
tierra quedará desprovista de la abundancia conocida y de la orientación
espiritual y sanatorio, concluyó.
He pedido a Dios que libre
de todo tipo de plagas a esta comunidad y muchas otras comunidades que
coexisten con la naturaleza en armonía y reciprocidad. La comunidad de Remanso
está conformada por más de 100 habitantes, no tiene escuela, botiquín ni medio
de comunicación.
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