La impunidad no podrá contra el estigma y la historia:
“Los crímenes del Putumayo”
Hace más de 150 años la búsqueda del el dorado y el paititi en la selva amazónica ha confluido en un feroz acontecimiento que desató el fantasma de la muerte entre la hermosura de los bosques del noroeste peruano: la extracción del caucho. Dulce lecho de manantiales, quebradas y ríos encauzaron remolinos de sangre derramada de la dignidad de niños, mujeres y hombres indígenas habitantes originarios de la cuenca del río Putumayo. Ecos de voces moribundos lograron perpetuar en las entrañas de árboles proveedora del caucho y trascendió impunemente el fragor del flagelo aquellas racionalidades, dogmas y credos de la república aristocrática y moderna.
La inhiesta pluma de hombres probos, en indiscutible equivalencia, denunciaron con la verdad los crímenes cometidos por los patrones caucheros. Así denunció Carlos A. Valcárcel, en el “Proceso del putumayo y sus secretos inauditos”; cónsul ingles Roger Cassement, en el “Putumayo, Caucho y Sangre”; diplomático Colombiano Francisco Urrutia, en “Los Crímenes del Putumayo”; novelista colombiano José Eustasio Rivera en “La Vorágine”; Avencio Villarejo, en “La Aventura de un Agustino en la Selva”; periodista peruano Benjamín Saldaña Roca, denunció ante el Juzgado de primera instancia de Iquitos en el año 1907; abogado loretano Miguel Donayre Pinedo. A continuación los fragmentos convergentes de textos construidos por prohombres que la historia exalta:
“A principio de 1900, en la zona del putumayo, tuvo lugar la muerte de aproximadamente 40 mil indígenas. Las muertes fueron atroces y crueles: quemados vivos bañando sus cabellos en kerosene, torturados hasta engusanarse, estupros, aplicaciones de cepos, muerte de ancianos, niños y mujeres. Estas brutales muertes fueron dirigidos por el cauchero de entonces Julio C. Arana” (Róger Cassement).
“Si de salvajes se trata, habría que buscarlos entre los caucheros, ávidos de riqueza fácil, que a punta de carabina, esclavizaban a los nativos para someterlo a la extracción de gomas, arrancándolos de su hábitat y llevándolos a extrañas regiones, asesinándolos con la bala de Winchester 44 si se oponían o no rendían lo suficiente para satisfacer la cuota de látex” (Avencio Villarejo).
“No fue solamente una decisión económica la que empujó a esta sobreexplotación, la complicidad de autoridades y funcionarios (ministro de Estado, Prefectos, Congreso de la República, Servicio Diplomático), interrelacionado con el racismo cotidiano de la vida social peruana y amazónica con relación a los integrantes de los pueblos indígenas” (Miguel Donayre).
Estos crímenes contra la humanidad consumados, evidenciados y callados por la mayoría de ciudadanos y del Estado peruano del pasado y del presente; tiene la equivalencia del holocausto y sus impactos. Por lo que constituye el delito de genocidio empujado por la innata avidez del capitalismo, la imperante hegemonía del poder sobre los vulnerables y el arbitraje de la iglesia católica mediante el establecimiento del modus vivendi (1906) y la Encíclica Lacrimabili Statu (1912) del Papa Pío X; que permitió la prolongación de los crímenes dentro un territorio en litigio entre Perú y Colombia.
Esta barbarie y crueldad de los civilizados de la república aristocrática y el silencio de la posteridad competente en la administración de justicia y decisorios políticos ha prescrito en su aspecto legal; pero, persiste en su aspecto ético y moral; en efecto, hay una gran deuda histórica con el colectivo flagelado. Hay venas abiertas que desangra cada día el hombre amazónico en su desesperación ante un Estado cuyo gobierno y poder está en manos de unos cuantos herederos de la aristocracia culpable de aquella infame y sombría historia. Ellos, tienen la suprema obligación de hacer pública su posicionamiento a respecto. Sin embargo, el colapso de las fuentes obliga a la nación la búsqueda de la Vedad y Reconciliación más allá del nivel de cumplimiento de sus recomendaciones en el marco de la violencia política de entonces.
Una nación no puede avanzar con la vigencia de estigmas, estereotipos, deudas éticas y morales. El alma y el pensamiento tradicional hilan de la sensibilidad social; así puede seguir el ensanchamiento de los márgenes de pobreza y ausencia de gobernabilidad.
Jorge Pérez R.
Hace más de 150 años la búsqueda del el dorado y el paititi en la selva amazónica ha confluido en un feroz acontecimiento que desató el fantasma de la muerte entre la hermosura de los bosques del noroeste peruano: la extracción del caucho. Dulce lecho de manantiales, quebradas y ríos encauzaron remolinos de sangre derramada de la dignidad de niños, mujeres y hombres indígenas habitantes originarios de la cuenca del río Putumayo. Ecos de voces moribundos lograron perpetuar en las entrañas de árboles proveedora del caucho y trascendió impunemente el fragor del flagelo aquellas racionalidades, dogmas y credos de la república aristocrática y moderna.
La inhiesta pluma de hombres probos, en indiscutible equivalencia, denunciaron con la verdad los crímenes cometidos por los patrones caucheros. Así denunció Carlos A. Valcárcel, en el “Proceso del putumayo y sus secretos inauditos”; cónsul ingles Roger Cassement, en el “Putumayo, Caucho y Sangre”; diplomático Colombiano Francisco Urrutia, en “Los Crímenes del Putumayo”; novelista colombiano José Eustasio Rivera en “La Vorágine”; Avencio Villarejo, en “La Aventura de un Agustino en la Selva”; periodista peruano Benjamín Saldaña Roca, denunció ante el Juzgado de primera instancia de Iquitos en el año 1907; abogado loretano Miguel Donayre Pinedo. A continuación los fragmentos convergentes de textos construidos por prohombres que la historia exalta:
“A principio de 1900, en la zona del putumayo, tuvo lugar la muerte de aproximadamente 40 mil indígenas. Las muertes fueron atroces y crueles: quemados vivos bañando sus cabellos en kerosene, torturados hasta engusanarse, estupros, aplicaciones de cepos, muerte de ancianos, niños y mujeres. Estas brutales muertes fueron dirigidos por el cauchero de entonces Julio C. Arana” (Róger Cassement).
“Si de salvajes se trata, habría que buscarlos entre los caucheros, ávidos de riqueza fácil, que a punta de carabina, esclavizaban a los nativos para someterlo a la extracción de gomas, arrancándolos de su hábitat y llevándolos a extrañas regiones, asesinándolos con la bala de Winchester 44 si se oponían o no rendían lo suficiente para satisfacer la cuota de látex” (Avencio Villarejo).
“No fue solamente una decisión económica la que empujó a esta sobreexplotación, la complicidad de autoridades y funcionarios (ministro de Estado, Prefectos, Congreso de la República, Servicio Diplomático), interrelacionado con el racismo cotidiano de la vida social peruana y amazónica con relación a los integrantes de los pueblos indígenas” (Miguel Donayre).
Estos crímenes contra la humanidad consumados, evidenciados y callados por la mayoría de ciudadanos y del Estado peruano del pasado y del presente; tiene la equivalencia del holocausto y sus impactos. Por lo que constituye el delito de genocidio empujado por la innata avidez del capitalismo, la imperante hegemonía del poder sobre los vulnerables y el arbitraje de la iglesia católica mediante el establecimiento del modus vivendi (1906) y la Encíclica Lacrimabili Statu (1912) del Papa Pío X; que permitió la prolongación de los crímenes dentro un territorio en litigio entre Perú y Colombia.
Esta barbarie y crueldad de los civilizados de la república aristocrática y el silencio de la posteridad competente en la administración de justicia y decisorios políticos ha prescrito en su aspecto legal; pero, persiste en su aspecto ético y moral; en efecto, hay una gran deuda histórica con el colectivo flagelado. Hay venas abiertas que desangra cada día el hombre amazónico en su desesperación ante un Estado cuyo gobierno y poder está en manos de unos cuantos herederos de la aristocracia culpable de aquella infame y sombría historia. Ellos, tienen la suprema obligación de hacer pública su posicionamiento a respecto. Sin embargo, el colapso de las fuentes obliga a la nación la búsqueda de la Vedad y Reconciliación más allá del nivel de cumplimiento de sus recomendaciones en el marco de la violencia política de entonces.
Una nación no puede avanzar con la vigencia de estigmas, estereotipos, deudas éticas y morales. El alma y el pensamiento tradicional hilan de la sensibilidad social; así puede seguir el ensanchamiento de los márgenes de pobreza y ausencia de gobernabilidad.
Jorge Pérez R.
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