Monday, January 21, 2013

El error de la “boa negra”.



Hace más de tres décadas un hábil pescador, llamado Virgilio, ha sido el bocado amargo y quizá mortal de una “boa negra” y, cuando la horrible oscuridad de la muerte vencía, el pescador volvió a ver la luz amiga e inseparable de la vida. El esperado invierno del río Putumayo es tan cruel para algunas especies que habitan tierras inundables y dadivosas para otros géneros como los peces que desovan nuevas vidas. En el invierno de entonces, los peces se desplazaban alegres y ávidos de alimentos que los bosques hacían caer en la avenida que desborda la ribera asediada de predadores. Una mañana de junio que tenía el sello del ocaso se esforzada por abrirse al sol por la espalda del pescador que, sentado en una versátil canoa de cedro, con escopeta cargada sobre el muslo y con flecha en la diestra, oteaba la entraña límpida de un milenario lecho recorrido por cuantiosas gamitanas, pacos y zungaros de gran tamaño. Virgilio, mientras elegía el pez mejor proporcionado de carne, controlaba estrictamente su entorno de los peligros de la selva mediante la interpretación de sonidos extraños, movimientos inusuales y de adversas percepciones extrasensorias, cuya aptitud había legado de su padre y nutrido por su experiencia. El otro mundo de la “boa negra,” habitualmente oculta, vivía sumergido bajo las raíces y sombras de infelices hojas de un árbol de aguaje y de la floresta colindante, que habiéndose despertado por los coletazos de los peces capturados emergió la sierpe por detrás del pescador a escasos diez metros. Con el infalible instinto devorador ubicó al pescador en el centro de su objetivo sin haber sido descubierto por las virtudes tutelares que ya se habían inhibido por el paroxismo de una pesca profusa. Ninguna fuerza natural de origen mágico escudaba al pescador del juego de la muerte, ni los pájaros agoreros siquiera cantaban. La tahuampa de extensión incalculable iba rebasando restingas de la lejana cocha conocido con el nombre de “bobona”, junto con la consonancia de los gritos de adiós de monos y roedores devorados. Entonces, el agua se movió con alevosía y sin motivo conocido, es cuando una mínima sensación de alerta trastocó la razón del solitario hombre que, ante la incapacidad de auxilio de los árboles y pájaros amigos, se había convertido en una víctima insalvable. 

La inquietud del agua reflejaba sutilmente la mirada estoica de Virgilio que registraba con atisbo el fruto de la generosa pesca, arrancó con la potencia de sus manos varias ramas de la fronda para proteger a los pescados del riguroso clima superficial. Cuando movió el remo para definir su equilibrio escuchó el estampido de un arma de fuego y recibió un fuerte golpe de agua en la espalda, todo en un solo instante, arrojándole consciente en las frías aguas del “bobona” y con la rapidez de un rayo, una boa de color negro brillante de ocho pulgadas de diámetro, hincó sus colmillos con ferocidad abominable en la cintura posterior del pescador, previo a la constricción letal, intentó una desgarradora rastra. El frémito taladrante del pescador se hizo oír hasta el aposento de la divina misericordia mientras abrazó con firmeza un árbol para no dejarse constreñir y asió con la zurda su antigua escopeta caído en la proa y con el arte de la eficacia disparó a quemarropa. El monstruo herido hasta los huesos desapareció como la soltura de un elástico forzado, bajo un remolino turbio y asesino. Virgilio se vio parado, inmóvil como una estatua, sin capacidad de percepción ni razón para describir y recordar, con el agua hasta las rodillas y con el cañón todavía humeante del arma triunfal. Durante tres minutos era habitante de una tierra que no era suyo. Veía pescados muertos dentro de una canoa, no podía oír ningún sonido del mundo y los aspectos naturales de su alrededor eran desconocidos, y cuando sus ojos querían ofuscarse ante la monotonía de la luz percibió el ascenso desde los pies de una energía conmovedora, como un extraordinario elixir iba destronando el hechizo fatal que la herida boa perpetró para anular cualquier obstáculo durante la fase anterior del engullimiento. La extraña sensación interior cubrió la totalidad de su cuerpo, fue en el mismo momento cuando recobró las facultades que hacen posible la vida humana, entonces ocurrió lo que ocurre cuando alguien es abandonado por un monstruo hambriento: Virgilio huyó asustado y con una prisa superior a todas las experiencias trepó un árbol para ponerse a salvo. Desde allí recordó todo lo que había acontecido y que su reacción ha sido extemporánea, sudó de tanto tiritar y el terror le hizo pensar que la “boa negra” lastimada con un disparo no había huido sino que se movía al acecho. Un cuarto de hora después el tormento del pescador estaba controlado por la influencia de la razón, pues estimó que la boa podría estar  gravemente golpeada por el poder de la bala, con el espinazo roto, debelado, asustado ante la respuesta valiente de una especie que eligió para alimentarse. 

Virgilio bajó del árbol con mayor seguridad y control de sus decisiones, aún con la firmeza del temperamento su corazón latía abruptamente. Recibía sin voluntad ideas fatalistas cargado de imágenes donde él perecía triturado, ensangrentado bajo la mirada de una espeluznante fiera. Deshacía los imaginarios lúgubres sacudiendo la cabeza, friccionando sus helados párpados y construyendo razones imperativas que pusiera su dignidad por encima de la miseria y que su salvación provenía de la obra del “padre creador”. Siendo la “boa negra” infalible en el arte de cazar no hubiera fallado en el disparo de agua con elevada presión. El agua conjurado que la boa expulsó desde su vientre, precisamente dirigido al centro de la espalda del pescador, impactó mayormente sobre el tronco de un árbol inclinado y una pequeña cantidad esparcida que cayó sobre él ha sido casi mortal. Estas asociaciones amigas del pescador han sido profundamente alentadoras, con el clima en su contra, con una herida abierta y con una fiebre incipiente decidió retornar a casa. 

Miró el sol para saber la hora. Eran las diez. Dos horas más tarde debería estar junto con su familia. Echó varios pescados de la canoa para mejorar la locomoción y dejó dos gamitanas para el pan del día, tomó su remo y emprendió una verdadera huida. Para acortar distancia y alejarse del agua implicada con la tragedia arrastró su pequeña canoa por un camino que conducía a otro tramo más lejano de la quebrada del mismo “bobona”. Después de una hora de navegación la fiebre aumentó severamente y el terror había reiniciado su dominio, una estela fantasmal se apoderó de su conciencia y sus ojos podían ver entes inmateriales. Presentía que la “boa negra” estaba bajo su canoa y que su remo chocaría con la fiera en el memento que nuevamente sea atacado.  

– ¡Rema que te agarran! – . Susurró al oído una escatológica voz protectoria. Al tiempo que miró hacia atrás y vio un perseguidor barco blanco de dos pisos que disponía de personas llamándole en tropel con los brazos al aire, a unos 100 metros. Virgilio, con la última fuerza que se desgastaba como un globo pinchado remaba desesperadamente en un elevado estado de delirio y consideraba que una conspiración de la naturaleza menos humana había sido encargada por la “boa negra” para matarlo, y que el barco blanco fungía aquella función. El lánguido pescador miraba hacia atrás cada vez que podía para ver cuanto había avanzado la nave y respiraba fría esperanza cuando iba descubriendo su lentitud, parecía muy cargado y el agua saltaba reacio en la proa. 

 – ¡Espera, espera! –. Gritaban los marineros desde el primer y segundo piso, los gritos eran cada vez más fuerte y constante que aturdía tenazmente al pescador hasta que lograron doblegarlo, el remo dejó de moverse juntamente con sus brazos debilitados a escasos 50 metros del puerto familiar. El barco se acercaba como una máquina del infierno, destrozando la última muralla fluvial fiel al pescador.

– ¡Rema que te agarran! –. Reiteró intensamente aquella esencia de perseverante tuición. Al mismo tiempo recibió el pescador abatido el impulso vital que necesitaba para llegar a su destino y cuando el barco disponía rematar con su horda misteriosa, rebatió su remo como hiciera las aletas de un moribundo pez y escapó hasta colisionar con la orilla de donde partió. Virgilio cayó en tierra impulsado por el  atraco violento de su heroica embarcación, gritó agónicamente tres veces mientras yacía. Mientras su esposa e hijos venían a su encuentro pedía, insistentemente, que vieran el barco y los hombres que tratan de matarlo. “No hay nada Virgilio, todo está tranquilo, te llevaremos a casa” – dijo su esposa –. Estaba con una fiebre muy alta y percataron que su herida abierta era una mordedura aún de origen ignorado. Daniel, su anciano padre, sabedor y curandero ancestral de la etnia murui se encargó de salvarle la vida.

Hoy, 19 de enero de 2013, me dijo: “Ha sido una trágica experiencia de origen natural, no intervino ninguna brujería. Vi el cuerpo negro de una boa que hasta entonces era un mito relacionado con poderes sobrenaturales, me ha demostrado que si: me disparó con agua mezclado con el aliento de la muerte, me buscó, encontró y persiguió con el “llamado barco fantasma". Pero, tuvo un gran error de observación: eligió el blanco pero no miró el árbol cruzado que me antecedía”.

– ¿Tuviste algún sueño o premonición que hubieras tomado en cuenta?
– Sí – me dijo sonriente –, pero te contaré otro día.

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