He vivido la infancia y gran
parte de la adolescencia en El Estrecho. Comunidad fundada, en la orilla del
río Putumayo, por mis antepasados murui muinane hace más de medio siglo. Tengo
reciente en mi memoria la abundancia de alimentos que proveía el río, cochas,
quebradas y del bosque traían consigo carne fresca, abundante leña y frutos que
mis papilas gustativas extrañan a menudo. Los conocimientos de los pueblos
originarios de este lugar ayudaban a la comunidad a permanecer en el prolífico
camino del bienestar duradero.
En más de 1200 kilómetro de largo
del río en territorio peruano, en los años 80, la única escuela secundaria
conocida estaba ubicado en el Estrecho, en la mitad de la cuenca. La mayoría de
padres hacían largos viajes llevando a sus hijos a la escuela. A veces dos, uno
para ir y otro para regresar con los párvulos a casa. Íbamos a estudiar sin
zapatos, sin uniforme, con un lápiz y un cuaderno. No era obligatorio. Algunos
libros nos hacían descubrir que no éramos los únicos individuos en este mundo y
que en otras latitudes existían países y ciudades con rascacielos, avances
importantes y culturas diferentes. Los niños y jóvenes que provenían del interior
de la cuenca sufrían mucho más de los que vivían en la Comunidad. No tenían
asegurado la alimentación diaria, no tenían vivienda ni custodia oportuna y
responsable. La reciprocidad de los anfitriones originarios era insuficiente frente
a la progresión aritmética de la colectividad estudiantil.
Los frutos nunca han sido del
todo muy dulces. Menos de la mitad lograban terminar la secundaria, esta
población seguían los pasos de sus padres combinando una formación básica de
las ciencias y las artes occidentales con la horticultura y otras prácticas
tradicionales. Un puñado lograron salir más allá del territorio ancestral para
estudiar alguna carrera profesional, muchos no volvieron. No hubiera sido
posible hablar de estas hazañas sin la ayuda, digno de ensalzar, que recibimos
de Dios a través de los misioneros y misioneras cristianas que se han asentado
en el lugar en los tiempos fundacionales. La cofradía ayudó, en aquel entonces,
con liderar la educación en la zona –incluyó también la donación de útiles
escolares, tutoría y otros pertrechos en nombre de los santos evangelios–. Desde
hace muchos años hasta el día de hoy viene siendo liderado por la hermana María
Guadalupe del Buen Pastor.
Esta pequeña narrativa nos dice
que el periplo de los pueblos indígenas –que viven según el INEI en la
condición de extrema pobreza– hacia el horizonte del bienestar vernacular o
buen vivir a la luz del avance de las ciencias y las artes globalizadas definitivamente
necesita de un punto de apoyo, necesita de un apuntalamiento. La guerra que el
mundo le ha declarado al calentamiento global y los ingentes recursos
económicos que viene siendo destinado en su primera fase no debe dejar de
financiar el desarrollo humano y social de los pueblos indígenas y ribereños. Necesitamos
urgentemente de un ejército propio no solamente para sostener proyectos
conservacionistas sino para la defensa del bosque con un enfoque de territorio
frente a la deforestación, degradación, contaminación, tráfico de tierras para ser
convertidos en predios privados y luego en monocultivos.
Sin embargo, sin la presencia
preponderante, concreta y transparente del Estado en este escenario no habrá
delectación sino decepción.